La rotundidad del mito y el destello de la leyenda
Es un bastidor de acciones, una transición en suspenso que transgrede y llega al otro lado de la pubertad, el deseo, los celos, el odio, el poder, la muerte.
Los pasos que trenzan la secuencia de escenas, el progresivo deslizamiento hacia una tragedia mayor, se remansan sin perder tremolación, sin dar respiro. Se detienen como en cuadros imponentes, abigarrados, estremecedores. La acción se vuelve icono. El lenguaje suculento de Mallarmé, Flaubert y Wilde compone el deslumbre máximo. Aquel en que las palabras no sirven para contar sino para dar una nueva visión.
A través de ese lenguaje soberbio que Alberto Insúa vierte con la paciencia de un orfebre y la atención vigilante de un amante maduro, ya no se puede ver más a Salomé como la «femme fatale».
Un combate de amor y muerte, de identificación, de construcción de una figura aparente. La demolición de una figura de varón que se disfraza de tetrarca para capear los temporales: agitación de aguas movidas por aquella que es sujeto de deseo. Ese es el drama.
Jean P. Sartre, al describir el París dominado durante la II Guerra Mundial, dijo: Nunca fuimos más libres que durante la ocupación alemana, porque un solo acto de libertad, el más mínimo, podíamos pagarlo con la vida. Hoy las mujeres siguen luchando por su libertad y pagan su lucha demasiadas veces con la vida, lo vemos a diario. De esa manera, como entendió muy bien Sartre, son aún más libres, como Salomé, luchan, a sabiendas, de que al final, su derecho puede ser la muerte.